INMIGRANTE EN LA FORMENTERA DE 1950

Próximo Ferry | septiembre 14, 2017

Los hombres tenían que empujar el camión de Palla para ayudarlo a subir a la Mola.

Sus compañeras no iban a la escuela porque tenían que guardar las ovejas.

Texto: Josep Rubio | Fotografía: Familia Colli Rotoló

Desde finales de la década de los sesenta, cuando el turismo irrumpió convirtiéndose en la principal actividad económica de Formentera, la isla se ha convertido en tierra de acogida de miles de personas venidas de todo el mundo. Muchos se han establecido definitivamente y han acabado formando familia y entendiendo la isla como su verdadero hogar. Ahora bien, antes del período turístico, Formentera era un territorio de escasos recursos que más bien generaba emigrantes y que contaba con una economía de subsistencia basada en los trabajos del campo, el mar y las salinas. En esta sociedad, donde muy pocos contaban con una educación firme y donde no había costumbre de acoger personas con otras culturas y lenguas, es donde llegó, en 1950 y procedente de la colonia francesa de Argel, una niña de once años.

Maria Rosa Colli Rotoló, hija de franceses, había perdido a su padre por una pulmonía con sólo dos años y su madre, Marie, formó una nueva familia con Joan Torres, un formenterense que se exilió en Argel el año 1937. En 1950, cuando estuvo seguro de que las autoridades franquistas no la aprisionarían, Joan decidió volver a su isla de origen y lo hizo con su nueva pareja, Marie, la hija de ésta, Maria Rosa y un nuevo hijo común que había nacido en tierras africanas, Vicent.

Hoy, desde su casa cercana a uno de los molinos de la Mola, rodeada de su descendencia y hablando con un catalán de Formentera impecable, es difícil imaginarse que Maria Rosa sólo hablara francés hasta los 11 años y que hasta esta edad era completamente ajena a unas costumbres y un territorio con los que se ha mimetizado de pleno.

Todavía recuerda los llantos en el puerto de Ibiza en su primer viaje a Formentera, cuando comprobó que la única manera de llegar a la Pitiusa del sur era embarcarse en una barquilla que no le inspiraba ninguna seguridad y que, según su descripción, podría ser el Manolito o el Ciudad de Formentera, ambos viejos vapores de madera de una quincena de metros de eslora. A bordo, una desconocida, que hoy reconoce como Margalida de Can Campanitx, le ofreció un caramelo para calmar su desesperación. Un simple gesto, un gran ánimo. Lo primero que recibió y que junto con su voluntad de mirar adelante, la ayudarían a buscar su lugar en la isla.

Al llegar a La Savina, «uno de los camiones de en Palla» (probablemente La Parrala) trasladó a la familia hasta la Mola, donde iban a vivir. De camino, iba diciendo: «Mira cuántas higueras juntas» a lo que Joan respondió «fíjate bien, en realidad es un solo árbol que ha tiene estalons«. «Cuando llegamos a la cuesta de la Mola, el vehículo se detuvo y los hombres bajaron a empujar el camión, una circunstancia que a mí y mi hermano nos divertía mucho pero que tenía horrorizada a mi madre».

Maria Rosa había sido educada en una escuela cristiana del pueblo pesquero de Bouharoun, a una cincuentena de kilómetros de la ciudad de Argel, en un ambiente cosmopolita y moderno, donde había todo lo que faltaba en Formentera: energía eléctrica, agua corriente, baños, coches, escaparates, mujeres vestidas de colores, faldas cortas … El choque cultural con la realidad de la Formentera de 1950 fue contundente. Para empezar, en la escuela de niñas de La Mola, Maria Rosa no entendía por qué apenas no hacían más que coser y rezar a las órdenes de las religiosas y tampoco comprendía porque algunas de sus compañeras dejaban de ir a clase porque «tenían trabajos como ir a cuidar las ovejas». Pronto se quedó sin ganas de ir a la escuela, y más aún con unas compañeras nada habituadas a la diversidad cultural, que se reían de que hablara únicamente francés o de su vestuario, como los pantalones cortos.

«A la madre le encantaba el fútbol», dice Maria Rosa: «A menudo íbamos al pinar de la entrada del Pilar donde había un campo y yo siempre me moría de vergüenza porque ella tenía la costumbre de no callar y animaba gritando «allez allez!«.

Un día yo contemplaba el partido sola y una racha de viento me revolvió un volante que llevaba en el vestido. Una joven, que hoy es mi vecina, se acercó a mí para arreglarme el vestido. Para mí, que nunca tenía compañía más allá de los familiares, aquel gesto significó mucho, corrí llena de alegría a decir a mi madre que ya había hecho una amiga, y a ella le saltaron las lágrimas». Poco a poco María Rosa fue encontrando su lugar.

Eso sí, cuando le llegó la hora de casarse, guarda en la memoria como pidió al cura que no anunciara el matrimonio como se solía hacer, «durante tres domingos anteriores al evento», porque «lo que muchos esperaban era escuchar mi nombre y apellidos para hacer conjeturas sobre si era o no hija bastarda». Además, «no quería elegir entre mencionar a mi padre biológico o al que me había educado». De hecho, Maria Rosa llama indistintamente «padre» a uno y al otro.

Si algún símbolo ha quedado de su anterior vida, es la lengua. Ella siempre ha hablado en francés a sus cuatro hijos y sus nietos entienden bien este idioma. María Rosa, que al llegar a Formentera adoptó rápidamente la nacionalidad española para evitar las visitas trimestrales al cuartel de la Guardia Civil, continúa afirmando que es francesa «aunque no lo parezca». Hoy, esta septuagenaria amiga de internet, observa desde Google Maps la localidad de Bouharoun y dando a entender que prefiere conservar el recuerdo que mantiene de su pueblo natal, dice que «no he vuelto porque ha cambiado demasiado y no a mejor».