EL FARO DE LA MOLA

Història | mayo 4, 2017

En los albores de los días más claros se pueden ver las montañas de la Serra de Tramuntana, en Mallorca.

Mirando al mar desde el faro, en algún punto bajo las aguas, a sólo dos millas, descansan los restos de un avión de la Luftwaffe alemana de la II Guerra Mundial.

Texto: Josep Rubio | Fotografia: Próximo Ferry

En el extremo oriental de Formentera, a 20 kilómetros del puerto y a poco más de 140 metros sobre el nivel del mar, se encuentra el faro de la Mola. Su ubicación, a unos 10 metros del acantilado y su solitario entorno, han hecho que este edificio de 22 metros de altura sea mucho más que una señal marítima y haya sido uno de los símbolos más genuinos de la isla.

El faro, desde el que en los albores de los días más claros se pueden ver las montañas de la Serra de Tramuntana, en Mallorca, fue construido con marès (piedra arenisca) de la Mola y empezó a funcionar en 1861. Durante su más de siglo y medio de vida, su lámpara se ha alimentado con aceite, parafina, petróleo y, desde 1971, con electricidad. De hecho, se dice que sólo durante la Guerra Civil Española y la Guerra de Filipinas el faro ha dejado de funcionar, aunque a esta lista también habría que añadir algunas averías, como la que dejó el faro a oscuras la noche del 21 al 22 de enero de 2017. Su óptica consta de 12 paneles y fue instalada en 1928, proveniente del faro de Formentor, en Mallorca.

Rafael Urrutia fue el técnico encargado de cumplir la orden de Isabel II y encender por primera vez la luz aquel 30 de noviembre de 1861 y lo tuvo que hacer tomando una mecha empapada en aceite de oliva. El último de los fareros, Javier Pérez de Arévalo, abandonó el edificio en 2001, después de 12 años de vivir prácticamente como un asceta. Este compositor, poeta y experto en bioética desembarcó proveniente de Burgos, buscando el contacto con la naturaleza y la soledad para profundizar en sus investigaciones musicales. A «Soliloquio del farero», Luis Cernuda escribía «como llenarte, soledad, sino contigo misma», lo que puede sugerir el silencio y el recogimiento vinculados a este oficio, ya desaparecido en los tiempos del control remoto y la digitalización. Arévalo además, no puede olvidar la noche de tormenta en que un rayo entró en el faro y rompió los azulejos de la cocina con un fogonazo ensordecedor. Hacía sólo cinco minutos que el farero había estado allí limpiando unos tomates.

Mirando al mar desde el faro, en algún punto bajo las aguas, a sólo dos millas, descansan los restos de un avión de la Luftwaffe alemana de la II Guerra Mundial. De hecho, el farero de aquel tiempo estuvo involucrado en el rescate del único superviviente del siniestro, que parece que se efectuó con una embarcación de pescadores de la Mola. El alemán recibió alimento, ropa y cobijo en el faro y al día siguiente fue conducido a la base de hidroaviones que entonces existía en el Estany Pudent, desde donde fue repatriado. Por estos hechos el gobierno del III Reich, entregó al farero un diploma y mil pesetas como recompensa a su labor de rescate.

La historia, el emplazamiento y el magnetismo que desprende el faro de la Mola han conducido al Consell Insular a impulsar un proyecto para abrirlo al público próximamente. El faro seguirá sirviendo de guía a los navegantes nocturnos, pero también acogerá una sala para exposiciones temporales y un centro de interpretación sobre el mar y sus oficios.