JOAN TORRES. MIRANDO LAS OLAS CON AMOR

Próximo Ferry | diciembre 13, 2018

Recién jubilado, el Capitán rememora casi cuatro décadas de trabajo en el mar.

De pequeño paseaba por el muelle y se empapaba del olor a mar que hacía el pailebote de su padre.

Texto: Josep Rubio | Fotografía: Joan Torres

Después de 38 años embarcado y dedicado a su pasión, Joan Torres Mayans (Barcelona, 1959) abraza con ganas la retirada de la navegación profesional y la estancia permanente en tierra firme, junto a los suyos. Mucho antes de navegar por las aguas de medio mundo, este Capitán de la Marina Mercante solía pasear de la mano de su padre, Xomeu des Caló, por el puerto de Barcelona, ciudad donde vivió hasta los 7 años. Hoy recuerda aquella mano fuerte y áspera, rematada con un tatuaje mal hecho, como los que antes lucían los marineros, de un ancla. El pequeño Joan caminaba por los ajetreados muelles hasta llegar donde estaba amarrado el barco que su padre pilotaba, el pailebote de tres palos ‘Berta Costa’. Fue el último construido en los astilleros de Ibiza y en su cubierta, aquel niño, hijo y nieto de marineros, se reconfortaba con el aroma de la madera y los cabos húmedos.

La emoción de contemplar el mar y el ansia por navegar sus horizontes lo harían devorar páginas de Verne, London y Stevenson, hasta que en 1977 ingresó en la Facultat de Nàutica de Barcelona. Tres años más tarde viviría el esperado primer embarque, con destino a la ciudad egipcia de Alejandría. Como alumno y después como oficial, durante los 80 empezó a navegar a bordo de grandes buques de carga con los que fue superando las metas por las que late todo corazón marinero: primer viaje a América, cruzar el ecuador, conocer África y el Caribe … eran otros tiempos, cuando se navegaba con mínima tecnología, el radar sólo se empleaba en situaciones de niebla y los conocimientos astronómicos eran imprescindibles para trazar el rumbo. De hecho, Joan señala que a pesar de que hoy muchos barcos ya no disponen de herramientas que no sean digitales, será por algo que la marina de guerra más poderosa del planeta, la de Estados Unidos, no ha renunciado a disponer de los recursos analógicos para la navegación.

Eran años en los que se sucedían los meses a bordo sin volver a casa, internet aún no había irrumpido en el mundo de las comunicaciones y éstas eran muy escasas. Escuchar los resultados de su amado Barça por Radio Exterior de España era ya todo un vínculo que le recordaba algo parecido al calor de casa. Cuando en agosto volvía, los amigos quedaban estupefactos cuando Joan preguntaba cómo habían pasado la Navidad. Él experimentaba la secular desconexión de la vida del marinero, errática existencia marcada por los destinos que deciden los armadores y condicionada por la meteorología, la responsabilidad de a bordo y la convivencia constante con la tripulación. Y también momentos que quedan para siempre, guardias de noche con buen tiempo, cielo fulgente de estrellas, café caliente en mano, Pink Floyd en el altavoz y la proa 200 metros por delante rompiendo el Atlántico.

Pero el tiempo no siempre acompaña, y Joan reconoce que después de días sin que pare la tormenta, durmiendo con el chaleco salvavidas bajo el colchón para que la cama calzara el cuerpo contra la pared y no cayera al suelo, esperando una mejora en las previsiones que nunca llega, es fácil enervarse y que la relación con la tripulación se acabe resintiéndose. Además del tiempo afable, indica Joan, contar con un buen cocinero, ayuda a fomentar el buen ambiente a bordo y también es parte esencial del trabajo de capitán escoger bien cuando hay que ser más sociable o más autoritario. Por ejemplo, en caso de un naufragio, hay que ser en un primer momento autoritario y decidido, y ya en una segunda fase, a bordo del bote salvavidas, conviene ser más sociable no sea que, con tanta autoridad, los marineros concluyan que sobres al bote.

Juan no ha perdido nunca un barco, pero cerca sí que ha estado. Un amanecer de 1994, navegando con el ‘Volcán de Tinache’ entre Vilanova y Ibiza, él estaba en el puente en plena guardia cuando de repente, saltaron todas las alarmas, se apagaron las luces y contempló una potente llamarada que emergía de la proa. El violento incendio afectó a la sala de máquinas, pero cerrando los compartimentos se pudo evitar que el fuego llegara a la carga y finalmente fue controlado. Quedaron sin motor, a la deriva, y al cabo de 12 horas un remolcador los transportó hasta Barcelona. Aunque recuerda al jefe de máquinas que subió al puente, con el pelo asado, teñido de negro y haciendo una solemne promesa que incumpliría: «Mira Joan, de esta, dejo de navegar».

Esta experiencia le hizo rememorar la noche del 30 de diciembre de 1985, cuando volviendo de Togo hacia Huelva, recibió el aviso de emergencia del ‘African’, un carguero filipino de 120 metros de eslora y 5.000 toneladas. En el norte de Canarias, Joan contempló como la proa del buque se clavaba en el mar, los tripulantes lo evacuaban a toda prisa y, pocos minutos después, se escoraba y desaparecía succionado por las negras aguas. En cuestión de instantes, emergieron todo tipo de objetos flotantes, vestigios desmembrados del barco, ya en caída libre hacia el lecho marino donde aún descansa. Unas cuatro horas tardaron en localizar a la tripulación, que se había dispersado por los alrededores a bordo de dos botes y que finalmente fue rescatada al completo. De aquella noche conserva el chaleco salvavidas que el capitán filipino le regaló.

A mediados de los 90 volvió a casa y ejerció de capitán del ferry ‘Ibiza’ de Umafisa, un barco que revolucionaría el transporte de carga y vehículos en las Pitiusas, que hasta entonces se había hecho con la barca de madera ‘Joven Dolores’ . En 1995 fichó por Trasmapi, naviera donde ha trabajado hasta su jubilación, 23 años más tarde, y con la que ha navegado miles de veces entre Formentera e Ibiza, una ruta en la que el peor enemigo es la rutina, asegura.

Después de tantas millas navegadas en el otro lado de mundo, para él, poder volver a casa cada día, conversar con la pareja, ver a sus dos hijos, aunque sea de noche, cuando ya duermen, o de madrugada, cuando todavía no se han despertado, no tiene precio.

Ahora Joan vive junto al mollet de es Caló de Sant Agustí, en la casa más antigua del pueblo, a poca distancia de donde se perdió su abuelo el 27 de enero de 1917. Ese día Joan des Caló salió a pescar a bordo de su llaüt, el ‘Virgen del Pilar,’ acompañado de un familiar, Pep Barber. Entre la punta de la Fernanda y Sa Cala, los sorprendió un tornado que hizo volcar la embarcación. Se pudieron recuperar los cuerpos, que siguiendo una antigua costumbre marinera, recibieron sepultura en la costa.

Hoy contempla estas olas que él y los de su estirpe tantas veces han surcado, a veces con el corazón encogido. Él ha aprendido que no se tiene que rechazar el miedo. El miedo evita que seas temerario, afirma, porque la mar no es traicionera pero sí implacable. Los días en que el mar estalla contra los varaderos, puede recordar los años en que navegaba por la costa atlántica de los Estados Unidos, atormentado por tempestades que duraban una semana, cuando parecía que el mar engulliría el barco en cada andanada y él, desde el puente, se aferraba a las palabras que su padre le había enseñado: «Tienes que mirar las olas con amor».

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