‘VIROTANT’ EN LOS ACANTILADOS DE LA MOLA

Història | agosto 2, 2018

Capturar virots era una práctica que requería muchas habilidades: agilidad, buena vista, dentadura fuerte y una gran dosis de atrevimiento.

Agarrado a las rocas, Pere esperaba al borde de la gruta donde estaba el nido, para poder sentir en la piel el aleteo del ave que estaba a punto de capturar.

Texto: Josep Rubio | Fotografía: Próximo Ferry

Aún queda en la memoria de muchos formenterenses, especialmente de los habitantes de la Mola, la antigua costumbre de virotar. Cazar virots (Puffinus mauretanicus) fue una práctica extendida hasta finales del siglo XX y que ha quedado completamente en desuso, porque hoy en día esta ave marina es la más amenazada de Europa por las capturas accidentales con artes de pesca, la contaminación del mar y la depredación de los gatos, por lo que ha sido protegida.

La pardela balear recibe en las Pitiusas esta singular denominación probablemente porque su vuelo, rápido y en línea recta, evoca la trayectoria de los virots, los proyectiles que se disparaban con ballesta. Asimismo, la especie es tan propia de la Mola que incluso sus habitantes son popularmente conocidos por el gentilicio de «virots«.

Para ir a cazar virots era imprescindible caminar por las peñas, porque es en las cuevas y grietas de los acantilados donde esta especie nidifica. Se trataba de una práctica que requería muchas habilidades: agilidad, buena vista, dentadura fuerte y una gran dosis de atrevimiento.

Por este motivo eran especialmente los hombres jóvenes quienes iban a virotar, a veces incluso con cierto espíritu competitivo, como si se tratara de un desafío para ver quién conseguía capturar más ejemplares.

Este sin embargo, no era el caso de Pere Mayans Torres, Pere de Can Toni de Pere, quien, a los 78 años recuerda, desde la barra de la Casa del Poble de la Mola, que cuando contaba con una veintena de ‘años iba a virotar por los acantilados cercanos a su casa, en la venda des Monestir.

El precipicio ronda los 100 metros de altura y por él descendía, durante la puesta de sol, el joven Pere, calzado con unas alpargatas bien abrochadas y equipado con una tea, una madera resinosa de pino que quema con facilidad, por si tenía que alumbrar y orientarse en la oscuridad.

La buena época para ir a virotar era entre los meses de enero y marzo, cuando las aves ya han terminado su migración anual, que las puede llevar más allá del canal de la Mancha, y vuelven para criar a las peñas de la Mola (o de islotes como s’Espardell). Aunque recuerda que después de la festividad de San Pedro (29 de junio) había ido en alguna ocasión a buscar crías, no era un hecho habitual. Además, los adultos que incubaban el único huevo de la añada por pareja, eran magros y su carne era poco agradecida.

Antes de hacer la partida de butifarra del sábado por la tarde, Pere se presta a rememorar como trepaba por el precipicio, aprovechando las últimas luces del día, para buscar los nidos, aunque vacíos, que ya conocía y también descubrir otros nuevos, detectándolos sólo por el olor que emitían.

En las grutas más amplias, que permitían penetrar, solía obstruir con piedras las pequeñas cavidades donde los virots buscaban protección para hacer el nido (únicamente un pequeño agujero rascado en tierra). Después salía para seguir la progresión por la pendiente, de manera que cuando oscurecía y la pardela balear intentaba acceder al nido sin éxito, no podía más que reponer en un rincón desprotegido de la cueva, convirtiéndose en una presa fácil cuando volviera el cazador . Asimismo una vez obtenida la captura debía tener mucho cuidado de desbloquear el acceso al nido, para que fuera aprovechado por otro ejemplar. Las heridas por picotejades eran comunes, evoca Pere, quien explica que agarraba el animal por el pico y por el cuello y le quitaba la vida de un decidido bocado en el cráneo.

Como caminar por el precipicio requería de todos los sentidos y poca carga, él no llevaba ni siquiera un saco para guardar las presas y prefería llevarlas puestas: entrelazando las alas entre sí y pasando el brazo por medio. Recuerda que una vez cazó 18, y con dos amigos más, navegando hasta los acantilados de s’Espardell, en una sola jornada consiguieron 60.

También podía capturarlos yendo de día a los nidos con una entrada más pequeña. En la boca de la cavidad instalaba una baga de esparto ligada a una piedra y cuando el virot tenía que entrar, quedaba atrapado hasta el día siguiente, cuando el cazador volvía para cobrarse la presa.

Otro método de virotar era «a parar«, cuando se aprovechaban las últimas luces para llegar al acceso de la cueva y esperar a que oscureciera. Antes de que saliera la luna, durante la más absoluta oscuridad, es cuando los virots vuelven al nido sirviéndose de una orientación que destacan todos aquellos que han ído a «virotar». El ave suele hacer un vuelo sobre la gruta y en una segunda volada se tira de lleno, acertando en el agujero a la primera, explica Pere, que esperaba agarrado a las rocas, al borde de la boca del nido, justo para notar en la piel el aleteo del animal que estaba a punto de capturar.

Algunos que iban a virotar hacían trekking por el precipicio con una cuerda, que tenía que ser de esparto y bien gruesa para poderse agarrar con seguridad, pero Pere dice que se servía principalmente de manos y pies, y sólo había instalado alguna cuerda para superar pasos difíciles. Como es obvio, la práctica era muy peligrosa y los accidentes, que aún hoy se recuerdan con tristeza en la Mola, podían tener consecuencias fatales.

Cincuenta años más tarde, Pere rememora una noche en la que después de permanecer largamente en una cueva, el rocío había humedecido la roca del exterior, por lo que era extremadamente fácil resbalar, sobre todo si las alpargatas se habían ensuciado con la tierra de la gruta. En aquella ocasión, dice el septuagenario, estuvo pensando en padsar la noche en la cueva, provocando un susto de muerte a su madre, que le esperaba en casa, o arriesgarse a escalar hasta la cima. Decidió limpiarse las alpargatas, secarse bien las manos y con ritmo pausado y sangre fría, finalmente volver a casa.

En la Formentera preturística de la juventud de Pere, los virots constituían, junto con las tortugas, una de las pocas fuentes de proteína animal de las que uno se podía alimentar. Recuerda que su familia vendía los pollos que criaba para conseguir dinero con los que comprar bienes de primera necesidad, como aceite o arroz. Con suerte, el día de su cumpleaños le permitían comer un huevo. Incluso los virots los vendía en muchas ocasiones, a un duro el ejemplar.

Pere no habla con especial añoranza del sabor de la pardela balear, más bien lo contrario. En la memoria guarda el color azul de la carne del ave, por la gran cantidad de conductos sanguíneos que presentaba. Primero tenía que despellejarse para quitarle la grasa y, por matarle el fuerte sabor, se tenía que concer durante unas tres horas para luego, junto con patatas, guisantes y una picada de ñora y almendras, añadirlo a un sofrito de ajo, cebolla, tomate y pimiento. Para una persona con hambre, un virot era suficiente comida.

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